Ahora se aproxima una. Parece desconfiar del escenario y me intriga si podrá salvar su vida. Aterrizó, hace apenas unos segundos, junto a mis gafas negras. Desde allí oteó el entorno y, por fin, se decidió. Veloz, alcanzó la página del periódico y con un corto salto se encaramó. Junto a la letra L yacía inerte la última aventurera que había seguido este mismo recorrido. Camina despacio, pisa la E, la Ó y la N, y me mira -pienso en ese momento en cuántas moscas me han mirado, cuántas más me mirarán en el resto de mi vida-.
Una más, me digo, mientras la observo atentamente. Ella me da la espalda púdicamente y se decide a comer. ¿No habrá visto a su compañera muerta allí mismo?, me interrogo. Sí, la ha visto, porque ahora retrocede. Da dos saltitos y se larga. Se acerca al cadáver, junto a la L. Lo toca con las patas delanteras, lo huele, despacio, como concentrada en un rito para devolver la vida.

Asustada y rígida vuelve a mirarme. Percibo un gesto de reproche, de rabia. Está fustrada y desorientada. Buscaba amor y encontró muerte. Las moscas no saben lo qué es el amor, ni la muerte, me consuelo.
Vuelve a los granos amarillos. Está eligiendo en el último momento el arma que ha de arrancarle la vida. Si pudiera hablar, me interrogaría ahora sobre quién mató a las demás, quién había decidido matarla a ella misma. Y yo no sabría qué responder.
Y entonces empezó la agonía. Gritos inaudibles, convulsos movimientos de sus patas, mientras su cuerpo giraba frenético describiendo círculos. Después de reposar unos minutos, volvía a la lucha.
Las moscas mueren despacio, convertidas de pronto en peonzas alocadas atrapadas en una noche sin luna. Pero ésta es distinta. prefiere la agonía digna a la abrupta. Ya sin fuerzas, se deja caer de su patíbulo y descansa. Intenta encontrar fuerzas en una última bocanada de aire, pero solo logra atrapar volutas de humo de mi último pitillo.
Su cabeza es ahora más achatada y elíptica, su antenas se mueven nerviosas, su trompa flácida. Sólo sus alas transparentes y sus cortas patas parecen aferradas a la vida. Vuelven los espasmos, esta vez dirigidos hacia mí. Para, intenta recomponer la postura, alzarse sobre sus patas, volar. Consigue así llegar hasta el borde de la mesa. Y su vuelo se convierte en caída, definitiva caída. La miro por última vez. Ha muerto con dignidad.
Siempre creí que aquella mosca iba a ser diferente, que no comería ni un solo granito amarillo nápoles.
(Redeyes)
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