lunes, 1 de febrero de 2010

INFACIA (3): LA MOSCA

Los granos son diminutos y amarillos. Están depositados sobre una hoja suelta de un periódico local en el borde de la mesa. Hasta descubrirlos, en mi casa se usaban los aerosales para acabar con las moscas. Pero, un día, mi madre trajo de Albacete estos polvillos amarillos nápoles y todo cambió.

Ahora se aproxima una. Parece desconfiar del escenario y me intriga si podrá salvar su vida. Aterrizó, hace apenas unos segundos, junto a mis gafas negras. Desde allí oteó el entorno y, por fin, se decidió. Veloz, alcanzó la página del periódico y con un corto salto se encaramó. Junto a la letra L yacía inerte la última aventurera que había seguido este mismo recorrido. Camina despacio, pisa la E, la Ó y la N, y me mira -pienso en ese momento en cuántas moscas me han mirado, cuántas más me mirarán en el resto de mi vida-.

Una más, me digo, mientras la observo atentamente. Ella me da la espalda púdicamente y se decide a comer. ¿No habrá visto a su compañera muerta allí mismo?, me interrogo. Sí, la ha visto, porque ahora retrocede. Da dos saltitos y se larga. Se acerca al cadáver, junto a la L. Lo toca con las patas delanteras, lo huele, despacio, como concentrada en un rito para devolver la vida.

Asustada y rígida vuelve a mirarme. Percibo un gesto de reproche, de rabia. Está fustrada y desorientada. Buscaba amor y encontró muerte. Las moscas no saben lo qué es el amor, ni la muerte, me consuelo.

Vuelve a los granos amarillos. Está eligiendo en el último momento el arma que ha de arrancarle la vida. Si pudiera hablar, me interrogaría ahora sobre quién mató a las demás, quién había decidido matarla a ella misma. Y yo no sabría qué responder.

Y entonces empezó la agonía. Gritos inaudibles, convulsos movimientos de sus patas, mientras su cuerpo giraba frenético describiendo círculos. Después de reposar unos minutos, volvía a la lucha.

Las moscas mueren despacio, convertidas de pronto en peonzas alocadas atrapadas en una noche sin luna. Pero ésta es distinta. prefiere la agonía digna a la abrupta. Ya sin fuerzas, se deja caer de su patíbulo y descansa. Intenta encontrar fuerzas en una última bocanada de aire, pero solo logra atrapar volutas de humo de mi último pitillo.

Su cabeza es ahora más achatada y elíptica, su antenas se mueven nerviosas, su trompa flácida. Sólo sus alas transparentes y sus cortas patas parecen aferradas a la vida. Vuelven los espasmos, esta vez dirigidos hacia mí. Para, intenta recomponer la postura, alzarse sobre sus patas, volar. Consigue así llegar hasta el borde de la mesa. Y su vuelo se convierte en caída, definitiva caída. La miro por última vez. Ha muerto con dignidad.

Siempre creí que aquella mosca iba a ser diferente, que no comería ni un solo granito amarillo nápoles.

(Redeyes)

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